Gurriers: cuando las glándulas sudoríparas colapsan
El domingo 2 de febrero, la sala El Sótano fue testigo de la energía de una de las bandas más prometedoras del post-punk internacional
El Sótano es un espacio pequeño, casi clandestino, donde el calor y el sudor se mezclan con el estruendo de guitarras y gritos desaforados. Allí, el domingo 2 de febrero, Gurriers ofreció un recital que, más que concierto, pareció una batalla campal. El quinteto irlandés aterrizó en la capital con la rabia acumulada de una banda que solo sabe tocar de una manera: al límite.
Desde el primer segundo, dejaron claro que no habíamos venido a verlos tocar, sino a sobrevivir a la experiencia. La ironía de salir al escenario con Can’t Take My Eyes Off You de Gloria Gaynor se desvaneció en cuanto la primera nota de verdad retumbó en las paredes. No hubo tiempo para sutilezas; el público se transformó en un enjambre de cuerpos en ebullición, un caos perfectamente orquestado donde cada empujón servía como una invitación a la catarsis.
Los miembros de la banda parecían poseídos, un culto entregado a la religión del ruido. Cada vez que podían, se abrían paso entre la multitud como Moisés separando las aguas, sumergiéndose entre el público como si allí, entre la euforia colectiva, encontraran el verdadero sentido de lo que hacen. No había escenario que los contuviera, ni límites que los detuvieran. La música era su arma, el pogo su altar.
Gurriers tienen un don especial para encapsular en su sonido la frustración de una generación. Sus letras, cargadas de rabia y desencanto, se clavan en el pecho con la misma fuerza que sus riffs. Nausea resonó como un grito de guerra, con sus lacerantes guitarras desmenuzando cualquier resquicio de complacencia. Mientras tanto, en la batería, Pierce Callaghan marcaba el ritmo con una violencia casi tribal, como si cada golpe fuera un intento de derribar muros invisibles.
La banda es un claro ejemplo del fenómeno que está poniendo a Irlanda en el centro de la escena internacional. En los últimos años, nombres como Fontaines D.C., The Murder Capital, Kingfishr o The Academic han redefinido lo que significa hacer música en la isla. Gurriers encajan perfectamente en esta ola, pero con un punto de ferocidad que los distingue. No son solo una banda que refleja la crisis de identidad y descontento juvenil de su país, sino una que lo grita con la garganta desgarrada y los nudillos ensangrentados.
El cierre con Come and See dejó claro que Gurriers no han venido a pedir permiso. La banda se despidió empapada en sudor, con miradas cómplices que denotaban que Madrid había sido testigo de una noche para el recuerdo. Si hay una banda que encapsula el espíritu de lo que significa vivir la música en su estado más puro, son ellos. Porque ver a Gurriers en directo no es simplemente asistir a un concierto. Es una experiencia que deja cicatrices, tanto en la piel como en el alma.
Cazador de ibericracks.