Madrid no olvida: Peach Pit, diez años y una María después
Del debut en Moby Dick a una Sala Nazca entregada, los de Vancouver trajeron su indie-americana coming of age para recordarnos que el tiempo pasa, pero el groove queda
Miércoles 7 de mayo. Madrid se sacude la resaca del puente con la llegada de Peach Pit, que aterrizan en la Sala Nazca con su indie-americana, ese que suena a verano aunque fuera todavía principios de mayo. La sala, completamente abarrotada, se llenó pronto de un público variopinto, birras elevadas y un murmullo de emoción que no tardaría en volverse canto colectivo. Venían presentando Magpie, su último disco, pero en realidad venían a confirmar algo que ya sabíamos: que lo suyo no es solo música, es un estado mental.
Antes de que los canadienses salieran al escenario, la noche la abrió Babe Corner, un cuarteto de Vancouver que mezcla suavidad y garra a partes iguales, con un sonido que flota entre la melancolía noventera y la ligereza costera. Un aperitivo de guitarras reverberadas y atmósferas sutiles que dejó al público perfectamente templado para el plato fuerte.
Y cuando Neil Smith y compañía pisaron la tarima, la sala explotó. Desde el primer acorde de Magpie, la energía fue un vaivén de euforia contenida. Sus guitarras cristalinas, su groove despreocupado, ese “rollo del indie australiano que lleva tiempo expandiéndose por todo el globo” que los define más allá de su latitud, hicieron que todo Madrid se balanceara como en un porche con vistas al Pacífico. El público coreaba como si las canciones fueran propias, y en cierto modo lo eran. Porque Peach Pit no solo suenan a verano: suenan a adolescencia, a líos sentimentales, a todo lo que no sabemos decir pero necesitamos sentir.
Uno de los momentos más mágicos fue cuando interpretaron What Once Was, de los británicos Her’s, en un gesto que se sintió como un homenaje delicado. La historia de Her’s —el dúo que perdió la vida en un accidente de tráfico mientras estaban de gira en EE. UU.— sobrevoló la sala con una mezcla de tristeza y gratitud. La interpretación fue íntima, como si por un instante todos estuviésemos sosteniendo una vela encendida para ellos.
Entre canción y canción, Neil se lanzó a los recuerdos. Contó que la primera vez que salieron de Norteamérica a tocar fue precisamente en Madrid, hace diez años, cuando teloneando a Hickeys en la mítica Sala Moby Dick. “¿Hay alguien aquí que estuviera esa noche?”, preguntó. Solo una mano se alzó entre la multitud: la de una chica llamada María. El público, en un acto de comunión instantánea, empezó a corear su nombre una y otra vez. “¡María, María, María!”. Fue un momento tierno y absurdo, como una escena de The Office que nadie pidió pero todos agradecimos.
La banda saltó con facilidad entre sus distintos discos, con clásicos como Alrighty Aphrodite, Black Licorice, Tommy’s Party o Shampoo Bottles, que desató una especie de karaoke colectivo. Pero lo que se vivió aquella noche fue más que una simple sucesión de temas: fue una celebración del viaje emocional que han construido desde 2016. Y cuando tocaron Give Up Baby Go, esa canción que convierte una resaca emocional en una pista de baile amable, todo el mundo saltaba como si el suelo fuera de lava.
Al final, bajo una nube de luces blancas y púrpura, la banda cerró con Private Presley, con esa frase final —“love me tender like what keeps you well”— que quedó flotando sobre nosotros como un mantra. Desaparecieron entre aplausos, pero volvieron, claro. En el bis, Neil salió solo con su guitarra para cantar Peach Pit, la que lo empezó todo. Por primera vez en toda la noche, el público guardó silencio. Un momento de recogimiento antes de que todo volviera a explotar con Tommy’s Party, mientras la gente se abrazaba, se mecían, se dejaban ir.
Al salir, la sensación era clara: Peach Pit no solo vinieron a tocar canciones, vinieron a hacernos sentir vivos. Otra vez.
Cazador de ibericracks.